La furia económica del mundo digital fue pasando y es el tiempo de la nostalgia. De la necesidad del límite como un estímulo para la explosión creativa (las infinitas posibilidades son un abismo temible), mientras que la película se reivindica por las alternativas que provee a nivel del lenguaje y la aparición en el mercado de nuevas cámaras polaroid, aunque con la misma tecnología de siempre.
La polaroid se vuelve un objeto preciado. Medir, probar y recién ahí disparar. El frenesí de la prueba y el error, y pensar que nos queda un último disparo en el cartucho de 8 fotos, nos llevar a experimentar con una pasión sin precedentes cada exposición.
MÁS ALLÁ DE LO IMPRESO
Ahora bien, la calidad expone, entre otras cosas, un discurso de poder. Nos habla del nivel de medios que poseemos o carecemos, y nos cuenta sobre aquel que nos habla, de aquel que enuncia: cuanto más cercano, más empático en nuestras necesidades y problemas. Cuanto más horizontal, más eficiente.
En esta revuelta técnica, la POLAROID cobra un valor múltiple: instantaneidad, look símil filtro de instagram (actualidad), y poseer la condición de objeto, palpable, consumible, un respiro entre tanta Matrix.
No obstante, esta falta de resolución que queda expuesta en la fotografía polaroid, en comparación con la fotografía digital, nos permite relajarnos respecto los contornos hiper-definidos, los colores fieles, disfrutando de manchas orgánicas que poco extrañan al ruido digital de una ambiciosa ISO.